El Viajero De Praga

Javier Vásconez

Autor: Javier Vásconez

Cuando la melancolía es el tono dominante en una novela, la complicidad con el lector no resulta fácil. En general, el lector prefiere la acción, los hechos realizados y comprobables, la historia objetiva. Todo aquello que implique un viaje interior, o una búsqueda personal con cierto hermetismo, dificulta la sintonía rápida y segura. Los sentimientos propios de un personaje que ha tocado fondo y que está de vuelta de una experiencia demoledora, conviven con una carga de escepticismo. Todo esto produce incomodidad porque remueve aspectos de nosotros mismos que nos disgustan. Sabemos que una situación límite perturba, molesta, deprime, y nos enfrenta con una realidad muy dura que preferimos no ver. Este es el tono de El viajero de Praga. Como lo es también el de las obras de Juan Carlos Onetti, las de Henry Miller, o el de Julio Cortázar en Rayuela, por poner otros ejemplos.

Y esta dificultad, que la conoce también el escritor, no hace que retroceda en su empeño. Fiel al espíritu de su obra, sigue narrando sin hacer concesiones de ninguna clase.

El Dr. Kronz  desea un poco de tranquilidad. Habiendo dejado un país totalitario, como Checoslovaquia en los años 60s, la posibilidad de encontrar un lugar remoto -en donde la apatía y la inercia le permitan vivir sin tensiones- se convierte en su mayor anhelo:

«Lo que vio al otro lado de la plaza hizo que su vida fraccionada y sumida en la confusión le pareciera diferente. Los niños que jugaban al pie de la estatua, la placidez de la tarde y aquel pueblito sin historia, alejado de la ciudad, le hicieron pensar que había tocado otra dimensión de la realidad. Como todos los hombres, el doctor se engañaba creyendo que la felicidad es un hecho capaz de ser disfrutado plenamente, auque él sabía desde el fondo de su corazón, que no era así. Cuando tenía que actuar, sólo contaba con el instinto. Tras haberse pasado la vida repartiendo sonrisas y mentiras, aprendió a representar más o menos bien el papel de curandero.» (pág. 22)

Acostumbrado a lidiar con el dolor y la muerte debido a su profesión, Kronz no puede evitar cierto escepticismo y desencanto. El doctor es un profesional con vocación para servir, pero conoce también los límites que la ciencia y la sociedad le imponen para ejercer su tarea. La marginalidad que le otorga el hecho de ser extranjero, se traduce en libertad de movimientos y afectos. Su compromiso vital se define en relación con sus pacientes: evitarles sufrimiento, aliviarlos para obtener cierto alivio él también. El narrador, que toma el punto de vista de Kronz como si fuera su propia consciencia, lo describe como un hombre de gran sensibilidad:

«Ahora tendría que enfrentarse con lo que más odiaba y se dijo que toda enfermedad, en sí misma, carecía de interés. Kronz pensaba que una enfermedad cobra sentido, volviéndose incluso aterradora, cuando va acompañada de una vida, de un rostro que la seduzca. Porque de lo contrario no es más que un nombre en latín escrito sobre un manual para uso de especialistas y teóricos.» (pág. 33).

EL SUEÑO COMO EVASIÓN:

Muchas escenas en El viajero de Praga tienen un componente onírico. Uno se pregunta si los viajes del protagonista son desplazamientos geográficos reales, o si por el contrario Kronz sueña despierto para escapar de su vida en Praga y refugiarse en la fantasía.
En este sentido, creo que hay dos episodios que son determinantes en la actitud evasiva del protagonista: la muerte de su madre; y la tristeza y desconfianza de su padre como resultado de la pérdida.
Cuando el narrador cuenta- porque quien narra es una tercera persona- cómo recuerda Kronz el suicidio de su madre, dice:

«Desde donde estaba vio correr a una mujer a lo largo del puente, la vio saltar y caer en medio de la franja de luz. Intentó gritar desesperadamente. Permaneció paralizado, mirando hacia arriba. Sobre el puente había un niño de unos nueve años, que quizá podía ser él mismo con su madre. Por alguna razón se sintió amenazado. En vano hizo una seña intentando pedir auxilio a los amigos, pero ellos ya no estaban allí para ayudarlo. Entonces vio el cuerpo flotando entre el vaho verdoso, porque la mujer sin duda estaba muerta y ahora se alejaba con la corriente del río. En vez de gritar y pedir socorro se quedó paralizado y, por un instante, desconfió de lo que había visto.» (pág. 70).

Aquí vemos al personaje desdoblándose: se ve a sí mismo como si fuera otro el que presencia el suicidio de la madre. A pesar de que estuvo en el puente con ella, lo recuerda como si lo observara desde lejos y sucediéndole a otro niño, no a él. En realidad lo evoca como un sueño o una pesadilla, no como un hecho real. Es aquí en donde está el origen de sus fugas. Lo que duele lo trasforma en dolor ajeno, y de esa manera lo niega. La distancia que adopta en el punto de vista, esa distancia voluntaria, resta dramatismo y difumina los contornos del dolor, lo comparte.

Y para rematar la experiencia desgarradora, el padre, después de haberle asegurado que ella no volvería, le pregunta:

«¿Todavía estás aquí?» (pág. 71).

Esta frase imprime en el niño la sensación de angustia que lo acompañará siempre: todos parten, tú también lo harás, tarde o temprano me dejarás solo y te quedarás solo tú también. Kronz retendrá en su inconsciente esta lección como una dolorosa herencia.

Por momentos, el lenguaje del narrador nos invita a pensar que Kronz hace un esfuerzo enorme por registrar el mundo exterior y alejarse de sus emociones. Esta es otra manera de huir de sí mismo, evitar el sufrimiento observando, hasta en el más mínimo detalle, los objetos que lo rodean. Es un ejercicio que ayuda: prestar atención a lo cotidiano y  recrearse en ello, alejarse de la oscuridad interior. En esos pasajes, el lenguaje es preciso, directo, minimalista.
Un ejemplo de este recurso sería el siguiente: el Dr. Kronz sale de la casa en donde atendió a la niña que había sufrido un ataque de epilepsia; intentando no pensar en la paciente y en su dolor él «se pega» a la tierra de manera obsesiva:

«A la vuelta condujo despacio, limpiando el parabrisas con una franela, pues apenas podía distinguir los carros que venían en dirección contraria. Siguió conduciendo así hasta que, cerca de la Floresta, divisó el rótulo de la panadería sujeto con unos alambres. A poca distancia de allí, en un pasaje, quedaba la casa donde vivía. Metió el carro en el garaje, atravesó el pequeño jardín, entró en la casa y subió de inmediato al dormitorio. Se despojó de la ropa y después se dio una ducha caliente.» (pág. 12).

El relato directo, casi periodístico, excluye cualquier sentimiento o reflexión. La energía del personaje se centra en evadir conscientemente cualquier recuerdo de la niña enferma, contarse cosas, aunque sean nimias, para alejarse de ella y olvidar. Lo dice él mismo:

«Kronz pensaba que la soledad -¿acaso la felicidad?- de un hombre comienza cuando la luz no ha penetrado del todo en su alma y aún persiste la borrachera del sueño.» 8pág. 180).

Pero claro, la duda persiste en el lector: ¿sueña Kronz que viaja? o ¿efectivamente viaja Kronz? Vásconez se encarga de crear esa ambigüedad que genera desconcierto: si el sueño lleva al protagonista a un país andino, ¿cómo puede, un europeo del este, describir un país desconocido con esa precisión? Es imposible, pensamos, tuvo que viajar. Pero entonces aparece un párrafo en donde nos enteramos que Kronz:

«… los nevados cubiertos por la luz del atardecer le resultaron tan familiares, que ahora mismo no podía precisar de dónde le venía esta lejana sensación. O quizás fue en las páginas de algunos libros donde el doctor encontró la posibilidad de amalgamar esos sueños con el material siempre inconsistente de la vida. Porque sin duda fueron esos arrebatos interiores, mientras leía a Humbolt en las frías madrugadas de Praga, los que le permitieron reconocer y hasta sentirse compenetrado con aquel paisaje que ahora veía pasar sin asombro ante sus ojos.» (pág. 192).

O sea que podría ser lógico y posible que Kronz sueñe con esa precisión porque tiene la información necesaria que le proporcionó la lectura. Además, el doctor confirma que sueña despierto. Cuando está con Violeta en la casa del campo, víctima de los celos, imagina una escena en donde Violeta yace con su marido, los ve con detalle, como si él estuviera presente en la habitación, al punto que concluye:

«- No me lo vas a creer- dijo cínico Kronz-. Soy visionario. Acabo de ver a tu marido.» (pág. 375).

El juego narrativo que establece Vásconez se proyecta al infinito. Cuando uno está dispuesto a apostar que en efecto, se trata de un sueño, entonces el narrador se encarga de darnos datos muy concretos que desmontan la certeza. Ponemos dos ejemplos: cuando describe a la viuda de la pensión en Barcelona, señala hasta el nombre de la persona que dirige el programa de radio que ella escucha. En un sueño no hay tanto detalle, a menos que se sueñe despierto.

Otro ejemplo sería cuando se relaciona con La Roja. La chica parece ser una fantasía del protagonista, no una mujer de carne y hueso, sin embargo cuando desaparece (¿o se esfuma?)  nos dice el narrador que «se aferró al olor de sus sobacos en la sábana». Dato, este último, que intenta demostrar que La Roja estuvo de cuerpo presente (y oliente) en la cama.

Insisto en que el origen de esta necesidad compulsiva de recuperar con la fantasía lo que la realidad no otorga, se debe a la dificultad del doctor para hacerle frente al dolor. Como el dolor existe, y tiene que convivir con él -por su historia personal y por su profesión- la imaginación le permite ponerse de espaldas a él, o disfrazarlo para hacerlo más llevadero:

«La historia había ocurrido muchos años atrás, en un hospital de Praga… A partir de ese día constató que un médico puede ser al mismo tiempo un actor y un enfermo, un imitador de voces y un impostor. Puede afrontar cualquier eventualidad sin experimentar ninguna emoción, incluso puede decir cualquier cosa a los enfermos, con tal de que lo haga en el tono apropiado: «Créame señora que lo siento». Pero ¿qué es lo que de verdad sentía? Así aprendió el poder de la simulación. Fue cuando cambió su visión del mundo, pues tenía que anunciarles con voz impersonal lo que todos se temían, o esperaban…» (pág. 167- 8).

¿HOMBRES PELIGROSOS O FANTASMAS?

Respecto a las mujeres, Kronz está marcado por el recuerdo de su madre: una mujer atractiva, dedicada al teatro (¿otra impostura?), pero muy infeliz al lado de su padre. El  niño sabía de la existencia de otro hombre: recordaba ciertas escenas, unas cartas, y luego, vagamente, a alguien que llegó al entierro.
Esta imagen del «otro» que llega y destruye lo que hay, es una constante en la vida del protagonista: Olga, Violeta, y su madre pertenecen a más de uno. Ese «otro» está rodeado de misterio, pero amenaza, persigue, estropea la relación. Muchas veces estos señores que deambulan parecen fantasmas, seres que se repiten como ecos desprendiéndose del modelo original que destrozó la vida de su madre.

¿Quién es Lowell? ¿No es demasiada coincidencia que dos checos abandonen Praga y se reencuentren en un lejano país de sudamerica? Todo indica que Lowell es producto de la paranoia de Kronz -un producto de su imaginación, ¿un doble?, ¿un alter ego?- que nos induce a asociar Lowell con esos «otros» que circulan alrededor del doctor. Sin embargo, al encontrarlo en el hospital, éste parece ser un personaje vestido de realidad: un paciente que no habla el idioma, que es extranjero, y que incluso tiene nombre y apellido. Con lo cual volvemos a la misma incertidumbre: es imposible precisar su procedencia: ¿fantasma o ser humano? Tampoco importa definirlo en esos términos, esta ambigüedad es parte del misterio del relato, lo importante es que Lowell esté ahí, perturbando la vida subjetiva del doctor, recordándole su pasado, su complejidad.

Además de Lowell hay otros posibles fantasmas que vienen de su época de Praga. Respecto a la vida de Kronz en Checoslovaquia, sabemos muy poco, casi nada. El silencio que mantiene el narrador en ese aspecto, obedece también al deseo del protagonista de no hablar de su pasado, de huir de Praga, de olvidarse de todo lo que vivió en esa ciudad: tanto su infancia desgraciada que termina con el suicidio de su madre, como la intolerancia política del régimen comunista. Y esos trenes…

Sin embargo, las huidas no son siempre exitosas, y en ciertos pasajes, Kronz «ve», o cree ver, a seres inoportunos que lo vienen a interrogar y que lo buscan para apresarlo:

«Ah, otra vez los interrogatorios. Interrogamos antes de torturar, y también después de hacer el amor. Vivimos para interrogar, porque sin eso no seríamos nadie. Y siempre nos equivocamos. Algún día, quizás, aprendamos a entender a cada persona sin tener que interrogarla», pensó. » (pág. 126).

La bebida es otro refugio para el Dr. Kronz. Bebe para escapar.

UN HOMBRE BUENO Y UN MUNDO ESPERPÉNTICO:

El protagonista de El viajero de Praga es, sobre todo, un hombre bueno. Triste, deprimido, abandonado, pero el Dr. Kronz no hace mal a nadie; por el contrario: su actitud vital es la de un médico que intenta, con la poca energía que le queda, ayudar a sus pacientes. Y la bondad no suele ser un rasgo común en los personajes literarios: no es atractiva, no genera conflictos, parece pasada de moda, no es fácil crear personajes buenos creíbles. Por eso me gusta Kronz, está confundido pero no hace daño, produce ternura.
Su madre le había advertido sobre esta cualidad que puede ser una herencia o un aprendizaje:

«Tu padre es un hombre bueno y paciente.» (pág. 182).

El niño heredó esas cualidades. Incluso en su relación con las mujeres: disfruta con ellas y las trata bien. Son ellas las que terminan abandonándolo, como su madre abandonó a los dos. La melancolía que arrastra desde niño, le resta posibilidades  para construir a su alrededor y establecer relaciones duraderas. No tiene la capacidad para desligarse del peso abrumador de su pasado, Kronz huye pero se convierte, él también, en un fantasma que deambula en sus propios sueños:

«Porque la frontera entre su mundo interior y el exterior había desaparecido.» (pág. 130).

Algunas episodios son realmente esperpénticos, parecen pesadillas por su naturaleza excesiva, en cierta forma barroca: todo lo vinculado a la pajarería, por ejemplo, desde cómo se desarrolla el negocio hasta la culminación en la escena con el enfermo que tose y el mono que se burla en el puerto; el hospital -las escenas del Director con sus ranas, los mafiosos que trafican con las medicinas, las descripciones del estado del local-;  los arranques del mudo que martillea sin fin hasta hacerse daño; la escena de la fiesta con los enanos en la feria del pueblo; las escenas de la vida de El Coronel y su mujer, etc. Estos episodios también  conforman el mundo de El viajero de Praga, un mundo extraño, onírico, sufriente, en donde el paraíso –por oposición- será un pueblito abandonado al borde de un río en donde, aparentemente, no pasa nada: un escenario al cual se llega para olvidar.

Los textos han sido tomados de la edición de «Punto de Lecturas», 2001-