Los Restos del Día

Kazuo Ishiguro

Autor: Kazuo Ishiguro

Nacido en Japón y criado en Inglaterra, Kazuo Ishiguro, consigue combinar con naturalidad aquello que es común a las dos culturas que lo definen: la contención.

Por un lado, la contención entendida como la elegancia propia de un hombre educado que no permite que sus emociones emerjan, evitando de esa manera la vulgaridad del sentimiento, en el más clásico estilo inglés. Y por el otro, la contención como una búsqueda de armonía exterior que intente controlar al caótico mundo interior en aras de una aparente serenidad concebida ésta como un valor estético, más cercano al sentir japonés.

El tema es simple, la narración también lo es. O mejor dicho, pretende serlo, según los intentos del protagonista, quien es el que narra, haciendo un esfuerzo sobre humano para aparentar sensatez y buen manejo de las formas. Si lo consigue, aspira él, será por méritos propios, circunstancia que lo situaría en una categoría superior, digna de un gran profesional al servicio de los grandes señores.

Patetismo y frustración acompañan al protagonista en su historia. La justificación constante de un rol de segundón lo exime de responsabilidades, y al mismo tiempo un deseo escondido de haber sido él el amo, le recuerda su status inferior, siempre detrás de bambalinas, considerado como un sirviente a quien se paga para que realice las tareas que el amo no quiere realizar.

El problema de Stevens, el mayordomo, es que elige las normas de conducta de una clase social a la cual no pertenece, pero de la cual vive. Aspira a tener la misma escala de valores que tiene su amo en un afán de mimetizarse con él para no perder jamás el punto de vista de quien manda. En sintonía perfecta con su señor, aunque ésta sea falsa, o lograda gracias a la negación de sí mismo, el mayordomo podrá realizar su trabajo de manera óptima. Si él siente como su jefe, sabrá qué desea su jefe. Si él ama las cosas que ama su jefe, y odia las cosas que el otro odia, podrá comprenderlo.

LO PROFESIONAL PRIMA SOBRE LO AFECTIVO:

En todo momento, Stevens se felicita por haber logrado erradicar de su vida los sentimientos. La postura de este personaje, siempre a la defensiva, es la de un niño listo y ambicioso: hago las cosas por razones importantes que esgrimen los adultos y no por un capricho mío ni para satisfacer un deseo. Por lo tanto, hago el bien. El deber ante todo, el deber siempre, será un lema, un escudo y una bandera a defender. El placer se mantiene al margen de las expectativas, a veces Stevens parece no conocerlo, otras lo identifica con el gusto por la obra bien realizada.

Esta postura, casi de robot, es incondicional hacia el superior, y depende en exceso de él. Hago lo que me mandan. Y si me lo manda X estará bien mandado, porque yo confío en X. No porque quiera a X, si no porque detecto en él una superioridad que yo no poseo.

Stevens acepta la invitación para viajar que le hace Mister Farraday porque recuerda la carta de miss Kenton y quiere verla. Pero no se permite a sí mismo ese argumento como el impulso para salir, sería una demostración de debilidad. Por lo tanto, le da la vuelta a la historia dentro de su cabeza y confiesa que acepta el viaje para intentar convencer a miss Kenton de que regrese al servicio de la casa ya que en la casa, dadas las circunstancias, necesitan refuerzos. Como ella le escribió, Stevens deduce que quiere volver. Pero él no articula jamás su deseo de que ella regrese para tenerla cerca. Los argumentos que elabora le sirven para liberarse de cualquier responsabilidad: acude a ella para ofrecerle ayuda y que de paso ayude a la casa de Mister Farraday.

Este dominio perfecto de la situación, orgullo de Stevens, es la herencia que le debe a su padre:

«… mi padre supo ocultar tan bien sus sentimientos y cumplir sus funciones con tal profesionalidad, que el General, al marcharse, felicitó a Mister John Silvers por las cualidades de su mayordomo y dejó una cuantiosa gratificación, algo poco habitual, como muestra de agradecimiento. Mi padre solicitó de su patrón que esa gratificación fuese donada a una entidad benéfica.» (pág. 50).

Si recordamos la escena, recordaremos que dicho General era un personaje nefasto para el padre de Stevens, fue el militar responsable de la muerte de su otro hijo. Cuando lo tiene delante suyo, en lugar de enfrentarlo, lo sirve como el mejor de los mayordomos, respondiendo al deseo de su jefe.

¿Hasta qué punto se pueden reprimir los afectos? Estos mayordomos parecen ser los campeones en el tema. Solamente se permite la venganza, el padre, cuando rechaza el dinero del General, pero también en este caso se sacrifica. En vez de beneficiarse, cede el dinero «sucio» a los más necesitados, él, muy digno, no se embarra. ¿No se embarró peor sirviéndolo en la sombra, y encima gratis? Padre e hijo piensan que no, servir era su obligación, recibir el dinero no lo era, por eso pudo rechazarlo con libertad.

Cuando miss Kenton, la mujer que aparecía de vez en cuando con un jarrón con flores, mostró una actitud amigable intentando establecer una relación personal e incluso juguetear como corresponde a dos compañeros jóvenes, Stevens se mostró duro y reacio a cualquier contacto no profesional. Una señal de cercanía con su subalterna, le restaba seguridad. Por eso insisto en su pose defensiva: no dejar el menor resquicio al mundo afectivo por desconfianza para hacerle frente. La profesión funciona como una máscara adherida a la piel y al alma, detrás de la cual se esconde la persona humana:

«Un mayordomo que se precie debe encarnar su papel plena y constantemente. No puede lucirlo un día y desecharlo al día siguiente, como si se tratara de un disfraz. Y sólo en un caso, en un único caso, puede un mayordomo a quien su dignidad le importa desembarazarse de su función. Ese único caso es cuando está completamente solo.» (pág. 176).

Es tan estrecho su punto de vista, que Stevens quiere creer que todos los sirvientes responsables piensan y actúan como él. Por eso sostiene:

«-Miss Kenton –le aseguré- es una auténtica profesional, y estoy seguro de que no tiene ningún deseo de formar una familia.» (pág. 178).

Según su criterio, amor y familia son conceptos que están reñidos con la profesionalidad. Para desempeñar sus labores correctamente, hay que mantenerse célibe, como los curas. Todo contacto con una posible pareja enturbia la situación perfecta del mayordomo o el ama de llaves: servir a un amo exige la entrega total del alma y el cuerpo. Esto raya en el fanatismo y/o en la locura. Ni el mismo amo exige tanto del empleado como Stevens quiere suponer.

Por eso también se pelean miss Kenton y Stevens, como él no tolera el diálogo personal, las frustraciones son mutuas y terminan, muchas veces, agrediéndose como un par de colegiales.

LA TAN VALORADA DIGNIDAD:

Según el protagonista de nuestra historia, no hay cualidad más importante para un buen mayordomo que poseer dignidad. Ésta es su esencia, y la única razón de su ser. Intenta describir el término y como no lo consigue, narra dos anécdotas, las dos relacionadas con su padre: la del mayordomo que mata al tigre y borra las huellas para que su amo no sufra molestias de ninguna clase, y lo hace con la misma tranquilidad como si hubiera matado a una mosca o a una cucaracha; y la historia de su padre poniendo en su sitio a los amigos borrachos porque estaban riéndose del amo. Esta segunda historia es más cruel aún porque el padre de Stevens no reaccionó de la misma manera cuando se rieron de él, como mayordomo le tocaba dignamente agüantar. Lo que no puede agüantar el mayordomo digno es la molestia a su amo. La ofensa, en este caso, es de otro nivel.

Mantener la dignidad exige contención, anular el ego, controlar los sentimientos.

Al comenzar el viaje, Stevens describe el paisaje inglés. La imagen que valora y la manera cómo la analiza es una buena metáfora de su propia búsqueda:

«… Designamos a nuestro país con el nombre de Gran Bretaña, hecho que algunos considerarán de poco tacto. Sin embargo, me atrevería a decir que sólo nuestro paisaje ya justifica el empleo de este término altanero.

¿A qué se debe exactamente esta calidad de «grandioso» y dónde se aprecia? ¿En qué reside? Reconozco que sería precisa una inteligencia mucho mayor que la mía para contestar a estas preguntas, pero si me viese en la obligación de aventurar una respuesta, diría que el carácter único de la belleza de esta tierra es consecuencia de la falta eviente de grandes contrastes y de espectacularidad, mientras destaca, en cambio, por su serenidad y comedimiento, como si el país tuviera una íntima y profunda conciencia de su grandeza y su belleza, y no necesitase lucirlas.» (pág. 36).

Cuando la eficiencia en el trabajo del padre comienza a declinar, el viejo no admite su debilidad: la caída es culpa de los peldaños, por ejemplo, y exige que los arreglen. Sería indigno reconocer que ya no es un mayordomo eficiente.

La estrechez de las reglas son de una crueldad tremenda. Nadie los escucha, nadie los comprende, nadie los perdona. Se les exige todo, a cambio de fidelidad. Esto produce un problema:

EL TEMA DE LA IDENTIDAD:

El mayordomo es él + la casa de su amo. Pero a veces el mayordomo es la sombra de su amo, un cómplice sin derecho a voto, un apéndice, una propiedad.
Cuando sale de viaje, Stevens pretende ser lord Darlington. Hace cualquier cosa para que lo confundan con él, proporciona datos equivocados, sus respuestas producen ambigüedad y él disfruta con la confusión. Le encantaría ser el otro, se alegra y se enorgullece de que puedan pensar que es un señor. El momento de mayor satisfacción para él durante el viaje, es cuando «usurpa» la identidad de lord Darlington, entonces se siente el hombre más importante del mundo.

Esta complicidad con su señor tiene antecedentes. Cuando le cuentan cosas privadas a lord Darlington, él dice:

«No se preocupe. Delante de Stevens puede hablar tranquilo, se lo aseguro.» (pág. 81).

La identificación es total, la confianza plena. Pero también es una manera de devaluar al mayordomo, lo trata como si fuera un mueble, un perrito, un menor de edad.

Al punto que lo utiliza para darle una clase de educación sexual al hijo de su amigo, actividad que Lord Darlington no se atreve a ejercer.

Cuando su padre agoniza, Stevens pospone su dolor y las ganas de estar con él, para servir a lord Darlington. Y no se arrepiente de ello. Por el contrario, considera que ese hecho precisamente en ese día, es el mejor ejemplo de su dignidad en el desarrollo de sus funciones. También hay otra lectura de lo que sucede esa noche: Stevens actuó así por una errónea identidad con lord Darlington que lo inhibe para actuar como el hijo a quien se le está muriendo el padre. Acompaña al jefe y no acompaña a su padre, su rol de mayordomo pesa más que su rol de hijo. También se podría decir que el trabajo es, en este caso, un refugio para huir del dolor ante la muerte del padre.

Es importante recordar que el padre de Stevens también fue mayordomo, por lo tanto debe comprender la entrega de su hijo a la profesión, e incluso debería estar orgulloso de su fortaleza para no ceder ante un ataque de sentimientos. Stevens contaba con ello.

Lord Darlington termina censurado por la historia. Tuvo un pasado nazi y quiso que Inglaterra se aliara a los alemanes. Stevens se siente desamparado ante la evidencia. Simplemente no puede aceptar que lord Darlington se equivocara, porque entonces, se habría equivocado él también. ¿Dónde cabe su dignidad en esta nueva dimensión?

Esto es algo muy fuerte para él, tan es así que alguna vez negó que había trabajado para lord Darlinton, aunque se excusa de esta manera:

«… trato de evitar toda posibilidad de oír más tonterías sobre mi señor». (pág. 131).

La excusa no convence, el lector sospecha que Stevens está harto de defender lo indefendible. Pero disfraza la verdad porque lo «ensuciaría» a él también.

EL REENCUENTRO LO ENFRENTA A LA REALIDAD:

Volver a ver a miss Kenton, lo enfrenta a su soledad. Ella se muestra como una mujer sensata que ha sabido formar una familia y tiene una vida propia. La llegada de un nieto la renueva, enriquece su mundo afectivo, le proporciona ilusión y esperanzas. ¿Y él qué desea para el resto de sus días?

Si bien es cierto que miss Kenton reconoce abiertamente que hubiera preferido casarse con él, también le cuenta que ha encontrado una vida muy aceptable con su marido. Por primera vez en la novela, Stevens dice:

«…sentí que se me partía el corazón». (pág 245).

Esta frase es reveladora, significa una apertura, un cambio en su discurso, como si algo hubiera despertado dentro de él.
El final de Los restos del día es alentador. Reconocer la soledad es el primer paso para combatirla, o para buscar una salida al vacío. Si Stevens reconoce que puede intentar el lenguaje de las bromas con su nuevo amo americano, romperá con el pasado que ya no existe. El mundo que él amaba y en donde se sentía seguro desapareció con la guerra. Stevens descubre finalmente que hay que cambiar, resistirse es una manera de morir.

Los textos han sido tomados de la edición de bolsillo de Anagrama, 1994.
Traducción de Angel Luis Hernández Francés