La Hora Azul

Alonso Cueto

No es fácil encontrar una novela en donde la historia tenga un rol tan importante. Para Cueto, los personajes, la atmósfera, incluso el estilo, están sometidos a la necesidad de desarrollar un tema que le duele y preocupa: la guerra que desató Sendero Luminoso en Perú. El impulso narrativo se centra en remover acontecimientos y reflexionar sobre ellos con el lector, para compartir -gracias a la literatura- la gran interrogante planteada sobre la historia contemporánea de su país. El dolor, la violencia, la pobreza, son las constantes de una realidad dura e injusta. Para abordarlas, el autor establece dos ejes narrativos:

1.- La fragmentación del ser humano en dos partes que se oponen y su dificultad para integrarlas. Idea que se extiende a la ciudad y al país.

2.- La guerra como imagen de esa fragmentación: la imposibilidad del diálogo, las posturas irreconciliables y el estallido de la violencia.

LA FRAGMENTACION:

Al inicio de la novela, Adrián Hormache insiste en revelar su lado luminoso, el lado del éxito, de aquello que funciona en su vida: buen marido, buen padre, buen profesional; todo esto acompañado de bienestar material, característica esencial de los seres que se saben privilegiados.

Adrián se mira en el espejo y expresa lo bien que se encuentra, lo importante que resulta esa evaluación positiva para seguir adelante, lo rodeado de afecto que está. Resulta tan impecable la figura que elabora de sí mismo, que parece una caricatura. Esto se debe a su férrea decisión de no mirar más allá de los límites trazados por él, eliminando de su vida lo que le disgusta o incomoda.

Sin embargo, muy pronto, hubo una fisura:

“…Me gustaba, no me da vergüenza decirlo, vestirme bien. Y, sin embargo, eso que me gustaba, también a veces…, ya por entonces (y esa época por ahora me parece tan remota…), quiero decir que una suerte de pena me envolvía, una mano apretada en la garganta que me dificultaba moverme, incluso para las cosas más rutinarias. Desde levantarme en las mañanas, peinarme y vestirme, hasta todo lo demás: entrar en el día, entrar en el ruido del día, meterme en el corredor de las obligaciones, un esfuerzo gradual de ponerse ropa y afeitarse y diseñar un cuerpo, y dar el primer paso en una sala, convertido en un caballero”. (pág. 17)

Este pensamiento es un flash back, son palabras de un Adrián maduro cuando recuerda su vida anterior. Al principio de la novela, él no hubiera registrado esa mala sensación, o no la hubiera procesado como tal. Su postura era evasiva, negaba las situaciones molestas o perturbadoras para centrarse exclusivamente en aquellas que lo recompensaban.

La madre será el modelo del mundo armonioso, el padre será el modelo del mundo oscuro que rechaza. Y Rubén, su hermano, estará incluído en el grupo del mal.

Son sintomáticos los sueños que tenía en aquella época: el inconciente libera un mundo violento en donde Adrián se permite agredir, disparar, manchar con sangre, reírse de la locura, etc., El mismo, su familia y sobre todo su suegro (símbolo del dinero) aparecen como víctimas potenciales.

La mirada rígida caricaturiza a los personajes al presentarlos incompletos, es la mirada de Adrián, el gran negador, el dueño del punto de vista en esta novela.

Veamos como ve a su madre:

“Gracias al divorcio, mi madre había recuperado el color en las mejillas, se había entregado con una pasión lozana a criarnos a Rubén y a mí, y había sacado a su drama el partido de la dignidad. Le había demostrado al mundo que era superior a sus accidentes. Su coraje era una consecuencia de la tragedia de su decepción. No verlo, no escucharlo, no saber de él, vestirse bien, mantener la sonrisa y la cabeza en alto, organizar reuniones de té y música con sus amigas, habían sido las consignas de su elegancia frente al fracaso.” (pág. 28).

Sin embargo, esta madre idealizada eligió libremente a su marido, se enamoró de él y se casaron. Y será ella, precisamente, quien introduce a Adrián al “otro lado” cuando le deja la carta escondida como un mensaje cifrado. Ella, “la perfecta”, se sometió a un chantaje por amor a su hombre, o a la memoria de su hombre, por brutal que este fuera. También amaba de manera especial a Rubén, el hijo más feo, más malo, más ingrato. Por lo tanto el lector sabe que ella pudo lidiar con el mundo real y fue capaz de transitar entre un lado y el otro. Cuando Adrián se quite la venda la verá de esa manera, como la vemos nosotros, una mujer más atractiva por lo compleja. La caricatura se ha hecho trizas:

“Mi madre abriendo la puerta a su regreso del banco, contando uno a uno los billetes, depositándolos en los dedos inmundos de Chacho. Cada billete resbalaba sobre su piel, luego entraba en un sobre que ella cerraba. La cara bondadosa y firme de mi madre, la voz que me había reonfortado algunas noches, esa cara y esa voz eran las de la mujer que había ido al banco todos los meses y que con esas mismas manos con que me había abrazado, estaba sosteniendo el sobre delante del cual iba a extenderse la sonrisa de la señora Agurto.” (pág. 116).

La intensidad con que Adrián evita lo que no le gusta, se refleja en un continuo negar al padre, al hermano, a lo que lo pueda manchar. Como si temiera la contaminación de un mundo que no maneja. De esa manera acentúa su fragmentación, se sitúa en una orilla de la vida y no mira la otra. Y cuando la mira lo hace con la necesidad imperiosa de barnizarla, pulirla y transformarla porque es incapaz de asimilarla tal cual es:

“Lo que me preocupa más era que la sombra de ese episodio se proyectara sobre mi bien ganado prestigio. De divulagarse, la historia de mi padre podía por supuesto afectar a mi imagen profesional. Un abogado no debe tener un asomo de mancha en el terno o en el alma. Mi papá torturando y matando chicas en Huanta. Y una de ellas que se había escapado…, la noticia sería un disgusto, tendría que negarla.” (pág. 56).

Cuando Miriam va ganando terreno en la historia, comienza a ejercer una cierta fascinación sobre él, y ahí arranca la transformación de Adrián. Sorprendido de que a él le interese una chica de Ayacucho, humilde, abusada, la curiosidad se convierte en obsesión, y Adrián se interna en el mundo del padre, en el lado oscuro de la vida. Cuando contempla la foto de su padre con Miriam, dice:

“Me sentía asqueado y vagamente fascinado.” (pág. 127).

En su comportamiento, el cambio se manifiesta en actitudes nuevas, como la agresividad, por ejemplo. Llega a los golpes con el Chacho y con Guayo, golpes que antes sólo aparecían en sus sueños.

Desconcertado, Adrián va al cementerio, zona de la ciudad en donde un señor como él no camina solo por las noches. Creo que esta salida es una imagen de la búsqueda del padre muerto, por eso acude al cementerio, mientras más se acerca a Miriam, más se acerca a su padre.

Y luego irá transgrediendo otros límites cuando se dirija, por ejemplo, a San Juan de Lurigancho, otra clara expresión de esta ciudad dividida en zonas excluyentes:

“Saqué el mapa de Lima. Tenía unas notas informativas. San Juan de Lurigancho era el distrito más poblado, tenía más de un millón de habitantes, era una franja enorme al norte de la ciudad. Una avenida grande, llamada la avenida de las Galaxias desembocaba en otra llamada Fernando Huyese. Para mí todo eso era un territorio lunar. Jamás había pensado estar allí. Recordaba el nombre de San Juan de Lurigancho en las informaciones de resultados electorales por la televisión.” (pág. 152).

La ciudad fragmentada en parcelas que no se integran, está retratada el día que Adrián pasa del hospital Almenara a la clínica americana. La diferencia extrema de los pacientes de uno y otro lado queda patente en la manera cómo viven sus enfermedades:

A diferencia del Hospital Almenara, la Clínica Americana parecía una gran casa vacía, un hotel de lujo en que todas las puertas están selladas, algunas de ellas con globitos luminosos (“It´s a boy”) y con ramos de flores….

Volví al Hospital Almenara. El silencio unánime y vacío de todos esos cuerpos me volvió a sorprender. Una niña rica con un tobillo torcido hace más ruido que una decena d pobres agonizando…” (pág. 100).

En la casa también conviven dos mundos que son como el agua y el aceite, comparten el espacio físico pero no se mezclan:

“Las feroces, inalterables vallas entre ella y yo. Justina y yo. Los dos no entrábamos en la misma frase. El señor y la sirvienta…

Un hombre alto y blanco que comparte el mismo espacio durante años con una mujer baja y de piel oscura, Justina. Ambos se ven todos los días, durante varios años, pero en todo ese tiempo no han cruzado más de cinco o seis frases distintas. Estas frases son los salvoconductos de su tránsito en la casa, las reafirmaciones de sus identidades…” (pág. 200).

LA GUERRA:

La dualidad se mantiene como lo esencial en el tema de la guerra: dos fuerzas luchando: los terroristas y las fuerzas armadas. Ayacucho y el resto del país son elementos diferenciados, como dos bandos también que se sitúan en contextos distintos y que no comparten una misma identidad nacional.

Los excesos de unos y otros son ilimitados, es una guerra sin cuartel y la masa de gente que vive en la zona afectada está entre dos fuegos, expuesta a las barbaridades de los dos: senderistas y fuerzas armadas.

Las palabras del Padre Marco sobre las consecuencias de la guerra me parecen conmovedoras. Por lo qué dice y por cómo lo dice. El discurso del cura refleja una cultura concreta: a pesar de referirse a una situación dramática y tremendamente dolorosa lo hace con suavidad y ternura en la forma. Así se expresa la gente en Perú. El texto indica cierta resignación, una dolorosa aceptación de la realidad:

“Ya no quieren consuelo, señor. Pero quieren hablar, quieren contarme sus cosas, eso nomás quieren, y por eso yo los oigo pues. Los oigo y ellos hablan y los sigo oyendo y cuando ellos se van yo me quedo solo y lloro todo lo que puedo, señor. Entro a mi cuarto, me echo boca arriba en la cama, y rezo un rato y entonces me pongo a llorar y me pongo de costado, el llanto se me viene solo, yo no hago nada y de repente estoy llorando , es mejor así, y después ya me siento mejor, y les digo que recen mucho, y que no los olviden, sobre todo eso, que no se olviden de sus muertos pero que los recuerden con alegría, así les digo, y así se lo pasan recordándolos, y yo también. Así podemos seguir viviendo, pero llorando siempre, eso sí.” (pág. 176-177).

El tono resignado y dulce al mismo tiempo, articula la expresión contenida de alguien que no se deja arrastrar por el clima de violencia, a pesar de que lo que expresa es mucho dolor, nada más que dolor. El cura sabe que no puede ofrecer otra cosa, sólo un oído atento, que en este caso ya es mucho: compañía, silenciosa complicidad. Emociona porque es una situación límite en donde no existe nada que dar a cambio ni prometer, sólo contacto humano. El párrafo retrata de manera certera el sentir de un pueblo humilde que ha perdido vidas queridas por la vorágine de la guerra y solo tiene la realidad de sus muertos.

El sufrimiento no puede ser expresado, están cercados por el miedo y no hay canales para que ellos se desahoguen, quizá el cura los escucha, pero el país los ignora. Lo que sucede en sus pueblos no es de interés nacional. Y eso los margina aún más:

“_Pero la gente que se queda callada está mucho peor que los que pueden quejarse, sabes. Poder quejarse, caray, un lujo. El silencio en cambio…, no sé…, es como una cueva.” (pág. 184).

Es en este momento cuando Adrián, conciente de la posibilidad que tiene de expresarse, comienza a escribir la novela. Su voz recogerá los gritos sofocados de los que han sufrido. Es interesante notar que cuando escribe el protagonista contacta con su lado oscuro de manera natural, ha perdido la rigidez inicial y se comporta como un personaje integrado, con más soltura. El mismo habla de su transformación con una imagen en donde se unen dos opuestos en apariencia irreconciliables:

“… una luz negra, como si en ella el mundo se hubiera invertido y yo hubiera pasado al otro lado, hubiera entrado a la cinta de negativos de una gran fotografía.” (pág. 191).

La atracción que ejerce Miriam sobre Adrián se convierte en obsesión. Ella se encarga de darle una imagen “buena” de su padre, a pesar de ser ella víctima de él. Reconoce que la trató bien (y eso que abusó de ella y la violó), recuerda detalles, gestos, y sobre todo le debe la vida, porque si no fuera por él estaría muerta como las otras mujeres secuestradas para la tropa.

Adrián intenta reparar en Miriam las faltas de su padre, hay una suerte de prolongación del padre en el hijo para cambiar el rumbo de esa historia. Poder darle a ella algo bueno o placentero sería reivindicar a los de su especie. Sin embargo ella hace que tambalee su mundo, Claudia pasa a un segundo plano, se convierte en persona non grata una vez que Miriam ocupa más espacio. Y él consigue identificarse con su padre a través de Miriam, comprende qué vio él en ella.

Que Adrián se vuelva loco por ella resulta más creíble que lo inverso. No me resulta fácil imaginar a una mujer como Miriam seduciendo a Adrián, ni siquiera para dejarle al hijo. Pienso que el hijo, si bien es símbolo de la integración (tan es así que Miriam lo deja encargado a Melchora, su vecina, y a Adrián, el “hermanastro”, ambos provenientes de ambientes distintos y distantes) es un recurso fácil. Adrián termina por hacerse cargo de él, llevándolo al psicólogo, cuidando de Miguel como si fuera un hijo: un final feliz que más parece un buen deseo que la cruda realidad.

Claudia es la que se encarga de situar las cosas en perspectiva: ¿cómo manejar el tema de un niño que se adopta de la noche a la mañana en una familia como la suya? No es por frivolidad que Claudia protesta, se trata de un tema difícil y delicado. Negar esto es confundir los buenos deseos con la realidad. Sobre todo cuando al final el autor plantea que la realidad es resignación. Pregunto, si Miriam no hubiera muerto, ¿habría este mismo planteamiento?:

“Después de todos los lujos, de los viajes de la imaginación y del deseo tenemos que regresar a lo que nos rodea. La realidad es la resignación. Nos vemos obligados a darnos cuenta de que nuestra soledad esencial es esa realidad…” (pág. 297).

Porque el reencuentro con Claudia y su vida anterior es un intento de Adrián para reconciliarse con su propio pasado. Hacerlo con su hermanastro al lado es un intento de reconciliación con el país a quien su padre le debía algo. Con este elemento añadido, Adrián no será la misma persona de antes, la experiencia lo ha acercado a la guerra, a la violencia, al dolor, a Ayacucho, lo ha marcado con fuego. Y alguien marcado con fuego, y que se mueve en el círculo de los que detentan el poder, difícilmente se resigna a aceptar la realidad sin más. El cura lo hizo, pero su realidad era otra. En el mundo en donde se mueve el Padre Marco, la realidad sí es resignación, no hay espacio para los sueños.

ESTILO:

El lenguaje es limpio y directo. Se percibe un cambio cuando la historia transcurre en Huanta: el lenguaje adquiere lirismo. La pureza del aire y el cielo de la sierra se expresan en un tono distinto, las frases se vuelven más largas, la narración adquiere un ritmo más lento.

Considero muy logradas las descripciones en donde la frase es una acumulación de sujetos sin verbo, elementos que reunidos con inteligencia, crean una atmósfera particular. En estos casos los sujetos elegidos tienen significación por sí mismos, no necesitan de un predicado. Algunos ejemplos:

“… Carteles de farmacia, letras verdosas, paredes desrealizadas por la mugre, ventanas de fierros, gritos de cobradores, la monotonía ronca de los ómnibus”. (pág. 104).

“El paisaje de líneas ondulantes, parches de arbustos, hondonadas, recodos, extensiones de roca, el contorno afilado de las nubes.” (pág. 166).

“Una misa, una reunión, una asamblea.” (pág. 95).

“El medio día gris sobre los árboles. La voz áspera de Rubén. La sucia lentitud del tráfico”. (pág. 42).

Los textos han sido tomados de la 1ª. edición de Anagrama, 2005.